Pero la crisis no sólo es económica ni de viejas prácticas. La crisis también es de identidad. Si cualquier persona alfabetizada puede producir “información”, ¿cuál es el valor y la justificación del periodista? ¿Qué le queda por hacer y ser? ¿Cómo convencer a la sociedad de que su existencia vale la pena y un salario? ¿Cuáles son las nuevas características que debe adquirir y cuáles las irrenunciables? ¿Cómo hacerse escuchar en un mundo donde las voces se han multiplicado gracias a la tecnología?
Con la palabra, el periodista duda, interroga, descubre, reconoce, piensa, entiende y, sobre todo, narra, que es desde el inicio su razón de ser. La palabra es ese instrumento irrenunciable que el periodista tiene para conservar su identidad, para afirmar su oficio y ofrecerlo como un servicio necesario, no un producto banal ni ramplón, a la sociedad.
Hablo de la palabra bien cuidada. La palabra confirmada. La palabra sostenida. La palabra firme. No del rumor. No del que vocifera ni del que susurra sin compromiso ni del que grita para agredir. Hablo de la palabra sincera –asumo la parte de cursilería– del que se sabe sólo periodista por alguna razón inexplicable.
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